Me meto un tiro,
¡Pum!
El eco suena,
¡Pum!
O quizás es el corazón,
¡Pum!
Que todavía sueña.

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Reflexiones desde Málaga IV

Reflexiones desde Málaga IV

Intento preservar mis memorias robando libros. No me entendáis mal, mi abuela me dio permiso para robar, no sé si por indiferencia o por librarle de malos recuerdos. Mi robo predilecto, lento pero efectivo, es el de una serie enciclopédica para adolescentes de los 80s con portada roja. No lo robo por su contenido, a día de hoy anticuado, infantiloide e inservible, sino por su olor. Ese olor, irrepetible, a libro antiguo mezclado con recuerdos de oro, es vida. He adivinado ese olor, parecido, no igual, en otros libros, y todos ellos eran importantes para sus dueños. ¿Es acaso el olor del cariño?

Además no es solo un olor, es un símbolo. Un símbolo de cuando los libros solo eran libros. Para mí no existían ni los tratados políticos ni los de brujería. Ni tan siquiera los libros de texto o los cuentos. Esos libros eran la experiencia primera de un amor que nadie podría entender en el futuro. Eran una compleja ecuación que muchos aún a día de hoy continúan intentando resolver –pese a que muchos sabemos que no tiene solución-.

Tengo miedo de que se trate de un secuestro por mi parte, pero los necesito a mi lado. Dejarlos a la intemperie de una terraza con el viento de levante desgarrando sus páginas siempre me ha parecido un desperdicio para los recuerdos de muchas personas.

Reflexiones desde Málaga III

Reflexiones desde Málaga III

Era cabezón, de testa hermosa por decirlo bonito, con orejas pequeñas y puntiagudas –que aún conservo-, y de enorme frente –a la que se han incluido bultos sobre las cejas-. Han pasado muchas cosas… Rotura de un hueso, fisuras en mil sitios, golpes hospitalarios en la cabeza, doquier por malformaciones, problemas vertebrales en el testículo, cicatrices demasiado pequeñas, dolores de viejo en las piernas, pies en forma de meandro, estómago de rumiante; las enfermeras se asombran de los veintiún años bien pasados. Pero en esencia sigo siendo el mismo: pies pequeños, mirada fija pero enjuta, labios carnosos y piel clara. Los cambios apenas son unos kilos de más, unos centímetros capilares de sobra y problemas pretendidos por capricho.

En otro orden de cosas, el gotelé que recuerdo no es el que hay ahora, mejor en todos los sentidos. Pero es como esas realidades, que aunque mejoradas, se recuerdan con más fervor en el pasado. Aquel gotelé era puntiagudo, mal echado, casi prehistórico, pero era el que mis pequeñas manos rozaban con cariño, doliéndome, recordándolo. Era un mar blanco, como la mar picada, que aunque fea, enternece y admira. El de ahora, bueno, es más bonito, más cómodo y más útil, pero no es lo que quiero.