Me meto un tiro,
¡Pum!
El eco suena,
¡Pum!
O quizás es el corazón,
¡Pum!
Que todavía sueña.

Día: 12 de agosto de 2016

Diarios de la purga: contacto

Diarios de la purga: contacto

Me acuerdo a la perfección; cada detalle, cada sonido, cada mirada… Tengo grabado en la mente el momento exacto en el que supe que estaba sentenciado. Miré el reloj sobre mi muñeca derecha, las ocho en punto. La purga anual apenas había comenzado hace una hora, y yo ya estaba perdido. Siempre he tenido muy mala suerte. La gente suele mirarme de forma cínica cuando lo digo, más ahora, como creyendo que exagero y que mi vida no es tan mala… después de todo aquello supongo que saben que en verdad pareciera que tengo una maldición encima. ¿Sabéis lo peor de haber sobrevivido? que ahora creen que soy muy afortunado, incluso me ven como a alguien dichoso que tiene algo por lo cual vivir, que nada de esa mala suerte jamás volverá a perturbarme. Buena suerte dicen… ojalá no hubiera visto el amanecer aquel día de marzo…

Ese día, a las ocho de la tarde del día veintiuno, vi cómo la muerte se acercaba lentamente, como gustándose y deleitando a los enfermos que con sus alaridos completaban la banda sonora de aquella terrible noche. Es curioso, recuerdo el color de los pantalones de cada una de las personas que se encontraban a mi alrededor, pero no lo que yo llevaba puesto. Me sentía como fuera de mí. Mis ojos estaban demasiado fijados en los bates de beisbol y varas de hierro que llevaban algunos de ellos. Sé que mientras estaba gateando mirando hacia mi espalda en mi interior me preguntaba por qué no terminaban ya conmigo; con una pierna medio rota no era ya una amenaza para ellos. Pero nada más preguntármelo yo mismo hallé la respuesta; eran unos sádicos, disfrutaban con ello. Aquella gentuza, en un gobierno normal con cárceles y leyes, hubieran sido sentenciados a cadena perpetua dentro de un centro psiquiátrico de alta seguridad… pero en nuestros tiempos son encumbrados a la figura de héroes, purificadores, libertadores de la auténtica esencia de la vida humana. Aunque nunca les he considerado los peores. A los que más inquina guardo es a esos que, sin mancharse las manos de sangre, disfrutan del espectáculo como si se tratara de una película. La inmensa mayoría paga grandes cantidades de dinero a estos purificadores para que los protejan, permitiéndoles esto ser testigos de atroces asesinatos e indecibles tropelías para llenar su enorme pozo de morbo y sadismo. Es un quid pro quo enfermizo, pero debo admitir, beneficioso e inteligente para ambas partes.

No pude hacer gran cosa por defenderme, tan solo arrojarles toda la basura que iba encontrando mientras me arrastraba. Era un callejón sin salida, lo supe nada más entrar, pero era la única forma de alargar un rato más lo poco que me restaba de vida, o de alargar la agonía de mi muerte si lo pienso ahora. No tenía miedo en ese momento. Sí que lo sentí al principio, cuando por mi ineptitud me vi desamparado en mitad de la purga nada más comenzar la misma. En un principio tenía todo controlado. Siempre he sido soltero, trabajo de oficinista en un curro en el que nadie desearía trabajar, cobro poco y casi nunca salgo. La purga siempre ha sido para mí algo que, pese a intimidante, he sentido muy lejos, como si se tratara de una realidad que ocurriera en otro país. Debido a mi vida, por qué no decirlo, solitaria y aburrida, apenas conozco gente. No tenía por qué temer ninguna represalia por parte de alguien en específico. Y tampoco tenía que temer por los asaltadores fortuitos, ya que estos suelen buscar bloques de edificios o casas donde el botín sea sustancial. Pero me equivoqué. No me enteré hasta meses después de el porqué de mi mala suerte, y cuando conocí la razón de mi infortunio, no me lo pude creer. Mi vecino, vecino al cual casi ni reconocí cuando vi su foto gracias a un amigo. ¿El problema? Mejor dicho, ¿los problemas? ser su vecino y una chica con los datos un poco difusos. Yo estaba recostado en el sofá de mi salón viendo unas películas que el día anterior me preocupé en alquilar. -sí, mientras el resto de la nación se afanaba en comprar toneladas y toneladas de armamento para su defensa, yo decidí alquilar unas películas-. Mientras estaba viéndolas, un ruido ensordecedor rompió la calma de mi apartamento. Fue todo demasiado rápido. Nada más girar la cabeza una chica pelirroja, muy joven y de aspecto feroz me estaba apuntando con su rifle de asalto situada donde antes se hallaba la puerta. Parecía muy preparada para la ocasión. Sé que intercambiamos unas cuantas palabras, pero estaba tan nervioso y asustado que apenas alcanzaba a oír lo que salía de mi boca. Tenía un poco de sangre seca en la mejilla izquierda, cerca de la cual el brillo de un «piercing» llegaba hasta mis pupilas.  Lo poco que recuerdo de aquel momento es a ella propinándome un fuerte golpe en la boca con la culata de su arma mientras me indicaba la ventana. No tuve más remedio que hacerle caso y saltar. Por suerte vivo en un primer piso, y la caída, pese a ser dolorosa, no me provocó más daño. A partir de ese momento entré en una auténtica espiral de horror. No sabía a dónde ir. En los primeros instantes noté cómo mi paranoia iba en aumento a medida que la fuerza del sol iba disminuyendo. No sé en verdad cuántos minutos estuve totalmente quieto, en mitad de la calle, en cuclillas, gimiendo y pidiendo piedad a una sombra que todavía no me había alcanzado.  Solo supe reaccionar cuando noté una gran explosión en el bloque de edificios de mi apartamento. Me levanté quitando las últimas lágrimas visibles en mi rostro y comencé a correr sin rumbo alguno. Todavía desconozco cómo llegué tan lejos corriendo de forma aleatoria sin que nadie me intentara matar. Creo que fue lo único bueno que me ocurrió en esa noche. Perdón por tantas digresiones, pero todo viene a mi mente tal como lo viví, a estallidos.

¿Dónde acabé? Bueno, ya lo sabéis, en un callejón sin salida rodeado de sanguinarios enmascarados deseosos de hacer de mí un montón de huesos y músculos rotos. Me persiguieron durante bastante rato, y daba la sensación de que sabían a donde me dirigían, pues a ratos me pisaban los talones a ratos apenas podía verles al final de la calle. Cuando debido a mi cansancio me dieron alcance, uno de ellos, el que parecía el cabecilla, arremetió con todas sus fuerzas teniendo como objetivo mi pierna derecha. Por aquel golpe y los esfuerzos que hice durante la maldita noche ando cojeando a día de hoy. No es demasiado, pero suficiente como para hacer imposible que olvide lo que viví en esas doce horas. Después de arrastrarme hasta el final del callejón, apoyé mi espalda en el muro del edificio. Todos se quedaron mirándome formando un semicírculo, mientras que los espectadores -así llamo a los que pagan por ver estas atrocidades- se agolparon detrás de los hombres armados que formaban el semicírculo. Eran como un montón de niños que se juntan para ver a los mayores terminar algo que ellos ni en sueños podrían empezar, todo ello con un sentimiento de admiración ciega. La espera fue terrible. Aquellas máscaras no dejaban de mirarme, y aunque no podía verlas, sé que escondían unas atroces sonrisas detrás de ellas. El cabecilla de todos ellos llevaba puesta una máscara veneciana, de esas que tienen una enorme nariz. Pero no era una máscara veneciana al uso. Todos los ornamentos que normalmente suelen ser plateados o dorados eran de colores chillones y poco apropiados: rojos, verdes y azules. Además, en la parte superior, en cada extremo de la frente, llevaba dos dedos humanos que parecían recién arrancados, pues goteaban sangre todavía.

De la conversación que mantuve con ese maniático sí que me acuerdo por desgracia. Se adelantó un poco del grupo, y señalándome con su bate de beisbol y sacando una máscara del bolsillo trasero de su pantalón dijo lo siguiente:

-Vida -dirigiendo su larga nariz hacia la máscara que sujetaba con la mano izquierda. -O muerte- mientras erguía su brazo derecho a la vez que así lo hacía el bate. Su voz era grave y juvenil, aunque no del todo desafiante. Toda su voz sonaba con una especie de resonancia, seguramente debido a la acción de la máscara y del callejón.

No sabía lo que quería decirme. Sé que resulta bastante claro ahora que lo lees desde la tranquilad, pero en esos momentos, con el dolor abrasándome los sentidos y el miedo aflorando en cada músculo, no supe qué decir. Ellos, observando mi lentitud, se acercaron un poco más, estrechando con ello el semicírculo que habían formado.

-¡Es…Esperad! -dije apenas con un hilo de voz saliéndome de la boca-. No entiendo lo que quere…

Antes de que pudiera terminar la frase uno de los enmascarados saltó encima de mis costillas con todas sus fuerzas. Jamás imaginé que alguien pudiera escuchar cómo unos huesos se rompen. Dos de ellas se fracturaron, en tres se produjo una fisura y otra estuvo a punto de rasgarme los pulmones, pero no se partió. El grito fue ensordecedor y del dolor no hablemos, sé que hay palabras para describirlo pero no llego a ellas. Apenas podía respirar, pero gracias a su mensaje mi decisión fue inmediata. Grave error. Este fue el momento de mi sentencia. Ahora suena extraño esto que digo, pero más adelante veréis por qué hubiera sido mejor morir miserablemente en la humedad de ese oscuro callejón.

En un primer instante intenté gritar vida con todas mis fuerzas, pero lo único que salió de mi garganta fue sangre y saliva a partes iguales. Fue cuando el enmascarado se incorporó sobre el cemento del suelo cuando pude rogar por mi salvación:

-¡Vida, vida!

Y tras esas fatídicas palabras, todos vociferaron como inmersos en una enorme alegría. No puedo negar que yo también la sentí, ya que lo que experimenté a continuación fue que todos me rodeaban para cogerme y llevarme a lugar seguro. Mientras me llevaban tumbado fuera del callejón, vi a uno de los espectadores que se apartaba levemente su máscara – de samurái pero de un color rosa fosforito- mientras gentilmente me hacía una reverencia mientras movía de forma elegante uno de sus brazos manteniendo su parejo detrás de la espalda. Cuando salimos del callejón vi una furgoneta totalmente negra aparcada sobre la acera. Parecía un vehículo blindado por ellos mismos, y desde luego no encajaba con sus vestimentas debido a lo sobrio de su decoración. Cuando entramos en la parte trasera aprecié una gran cantidad de aparatos médicos; era una especie de quirófano portátil que utilizaban para sanar sus heridas durante el día de la purga. El blanco impoluto fue manchado por mi sangre, ya que nada más tumbarme en la camilla el suelo comenzó a llenarse de ella. Cuando estuve más o menos tranquilo, el más alto de todos ellos, ayudado de otros tantos me inyectó gracias a una jeringuilla algo en el brazo. Al principio pensé que se trataba de alguna inyección letal y que todo aquello solo lo hacían por sentir más el placer de la desesperación que se desprendía de mí, pero no, de nuevo me equivoqué. Pasada una media hora comencé a sentirme mucho mejor. Seguía siendo consciente de quién era y de qué había pasado, pero el dolor había disminuido y el miedo parecía ya cosa del pasado. A continuación intentaron curar mis heridas lo mejor que pudieron. Me administraron cremas y me vendaron allá donde mi cuerpo estaba herido, y la verdad es que lo hicieron francamente bien. Cuando me levanté el dolor era apenas una molestia, y aunque cojeaba y me costaba respirar, podría haber vuelto a casa -o lo que quedaría de ella después de esa explosión-. Pero fui un iluso, ya que haber escogido «vida» no me iba a salir tan barato.

Cuando pude salí de la furgoneta todos ellos volvieron a situarse en un semicírculo a mi alrededor. Los espectadores, nada más yo poner mi suela sobre el pavimento, comenzaron a aplaudir como si aquello se tratara de una proeza. Ya no sabía qué pensar; me parecían personajes muy extraños. Para participar en la purga se estaban comportando de una forma demasiado cordial, y alguna segunda intención tendrían que esconder. Y acerté. Cuando pude erguirme lo suficiente como para mirar de frente al cabecilla, este me dijo:

-Aquí te devuelvo tu vida.

Y a la vez que pronunció estas palabras, me entregó una máscara.